Las calles de New York, en pleno invierno, eran casi
intransitables para los que no estábamos habituados a temperaturas tan
bajas. Había días extremadamente ventosos en los que, literalmente,
resultaba muy difícil dar vuelta a las esquinas, el viento en contra era
como una mano gigante que no me permitía avanzar. Entonces yo
retrocedía, tomaba impulso y arremetía hasta lograrlo. Si nevaba y
caminaba sólo con zapatos, el resbalón era casi forzoso, sobretodo si
quedaba sobre la calzada esa capita de agua sucia, pura nieve derretida.
Pero no había clima que me arredrara si se trataba de ir a la clase de
actuación.
Mi maestra era una loca talentosa, arrogante y apasionada que siempre nos anunciaba el tema sobre el cual trataría su próxima clase. Debíamos, en lo posible, vestir de una manera que aludiera a la época de las escenas a jugar, ya que en teatro el hábito sí hace, en parte, al monje.
Stella llegaba 5 minutos después del horario de comienzo de las clases, vestida siempre excéntricamente, como una princesa rusa empobrecida en el exilio: sombrero de plumas, guantes hasta el codo, vestido largo y profusas perlas cubriendo un escote descarado.
La precedía su secretaria, especie de celadora antipática, gris, casi invisible, que nos anunciaba la llegada de Miss Stella Adler. “-¡De pie!”, nos ordenaba, y guay del que quedara sentado. En la clase había alumnos de todas las edades, entre ellos actores ya consagrados, aunque la mayoría la conformaban ilustres desconocidos. Conocidos o no, cuando entraba Dame Stella, había que ponerse de pie y aplaudir en una absurda “standing ovation”. Con un leve saludo general, mudo pero significativo, quedábamos liberados y nos sentábamos nuevamente en las incómodas gradas de madera que circunvalaban la enorme sala de ensayo.
Los días de clase, yo llevaba a la universidad la ropa con la que iría “ a teatro”. Siempre encontraba entre mis cosas algunas prendas que me ubicarían en tiempo y lugar y, así vestida, iba desde la New York University hasta el Lincoln Center.
Si se trataba de una tragedia griega y era invierno, me tocaba temblar con el abrigo relleno de plumas sobre una pequeña toga blanca y si la escena tenía lugar en Siberia, aunque el calor sofocara, los gorros de piel y las grandes chalinas acompañaban mis gestos chejovianos. Mis horarios eran tan ajustados que debía viajar por la ciudad ya caracterizada y eso me gustaba, me sentía “una actriz”. Algunos amigos que iban conmigo hasta el Lincoln Center, me decían que hasta mis ademanes y mi forma de hablar cambiaban según el atuendo.
Llegar a la gran sala era formar parte de un mundo mágico, virtual, el único posible mientras duraba la clase. Chejov, omnipresente en todo taller de teatro, nos prestaba sus textos, también Sófocles, Molière, Albee y Tennessee Williams. Después de un proceso de exploración y ubicación en tiempo y espacio, del brazo de Miss Stella, un alumno se desplazaba por el salón, conversando con ella sobre cualquier tema, pero tratando de utilizar el habla que se suponía propia de los protagonistas. “¡Siéntese, descarado, rugía de pronto la Adler, ¡Ud. es un ignorante. No tiene mística, ¿ para que viene aquí? La próxima clase deberá saber de memoria todo el texto del Tío Vania, investigar cómo caminaría, cómo se movería y cuáles serían sus temas de conversación más frecuentes!”. Colapso del alumno que se iba disolviendo en su asiento hasta desaparecer.
Entonces Miss Adler buscaba con la vista otra víctima propiciatoria; el silencio era total, yo sentía la ambivalencia entre arrojarme al escenario y pasar desapercibida.
Casi siempre, elegía no esconderme y ponerme en disposición a jugar . Stella me señalaba con un movimiento de ojos un lugar junto a ella y yo bajaba las gradas hasta
ponerme a su lado, ya con cierta actitud. ¡Qué miedo y qué felicidad!
(Debo decir, sin falsa modestia, que en el grupo de actuación al que pertenecía, yo era una de las pocas jóvenes que tenía conocimiento de autores de obras de teatro, de historia, de literatura en otros idiomas y respondía, casi sin pensarlo, a los estímulos que se presentaban en las improvisaciones ad hoc).
Ella me tomaba del brazo y comenzaba un diálogo que se relacionaba, de alguna manera, con la obra de teatro propuesta para trabajar en esa clase. Entonces yo, que casi siempre elegía personajes de buen porte, caminaba muy erguida con “mi amiga”, paseábamos por un parque y hablábamos del valor moral de la belleza para Aristóteles, de Santo Tomás y de lo que viniera a cuento. Admirábamos la belleza de los jardines y proseguíamos un largo rato hasta que ella daba por terminado el ejercicio.
“-Así ¿ven? ¡Así deben hacerlo! ¡Lean, apaguen los televisores y lean, cultívense! ¡Esto no es Hollywood, aquí no se viene a triunfar, aquí vienen a formarse como personas y a aprender a ser un transporte para la palabra de los grandes! ¡Mística, señores, grandeza, señores, dejen sus pobres cabecitas afuera!.”
Cuando la clase terminaba, el ritual de la llegada se repetía y, nuevamente, nos poníamos todos de pie, aplaudiendo hasta que Miss Adler desaparecía por una puerta del salón.
En fin, el mensaje de Stella no estaba mal, pero había tanta agresión y desprecio en sus palabras que, finalmente, terminó por cansarme el ejercicio de egolatría que ella repetía en cada clase. Así es que pasé a formar parte del grupo de alumnos de Lee Strasberg, muerto ya, pero aún presente desde una pantalla proyectora gigante expuesta en su estudio. La virtualidad ahora era aún mayor que en las clases de Stella Adler, lo cual superó mi vocación actoral, por lo que en pocas semanas me inscribí, esta vez, en el taller teatral de Sonia Moore. Allí comencé a practicar esgrima y a tomar litros de jugos de naranja que Sonia exprimía personalmente mientras reinterpretaba a Stanislawski, argumentando que ella era su única alumna viviente, que Stella Adler jamás había estudiado con él y que…, otro día les cuento.
No soy actriz, no siento nostalgias por la actuación, pero jugar a ser otro, a vivir otras vidas, es una experiencia por la que todos deberíamos pasar alguna vez.
http://www.youtube.com/wat ch?v=WQzyARZwIFM Stella Adler, ya en sus
noventa años y sin aderezos, en el borde.
Algunos alumnos que se formaron con Stella Adler: Marlon Brando, Robert DeNiro, Salma Hayek, Benicio Del Toro.
Mi maestra era una loca talentosa, arrogante y apasionada que siempre nos anunciaba el tema sobre el cual trataría su próxima clase. Debíamos, en lo posible, vestir de una manera que aludiera a la época de las escenas a jugar, ya que en teatro el hábito sí hace, en parte, al monje.
Stella llegaba 5 minutos después del horario de comienzo de las clases, vestida siempre excéntricamente, como una princesa rusa empobrecida en el exilio: sombrero de plumas, guantes hasta el codo, vestido largo y profusas perlas cubriendo un escote descarado.
La precedía su secretaria, especie de celadora antipática, gris, casi invisible, que nos anunciaba la llegada de Miss Stella Adler. “-¡De pie!”, nos ordenaba, y guay del que quedara sentado. En la clase había alumnos de todas las edades, entre ellos actores ya consagrados, aunque la mayoría la conformaban ilustres desconocidos. Conocidos o no, cuando entraba Dame Stella, había que ponerse de pie y aplaudir en una absurda “standing ovation”. Con un leve saludo general, mudo pero significativo, quedábamos liberados y nos sentábamos nuevamente en las incómodas gradas de madera que circunvalaban la enorme sala de ensayo.
Los días de clase, yo llevaba a la universidad la ropa con la que iría “ a teatro”. Siempre encontraba entre mis cosas algunas prendas que me ubicarían en tiempo y lugar y, así vestida, iba desde la New York University hasta el Lincoln Center.
Si se trataba de una tragedia griega y era invierno, me tocaba temblar con el abrigo relleno de plumas sobre una pequeña toga blanca y si la escena tenía lugar en Siberia, aunque el calor sofocara, los gorros de piel y las grandes chalinas acompañaban mis gestos chejovianos. Mis horarios eran tan ajustados que debía viajar por la ciudad ya caracterizada y eso me gustaba, me sentía “una actriz”. Algunos amigos que iban conmigo hasta el Lincoln Center, me decían que hasta mis ademanes y mi forma de hablar cambiaban según el atuendo.
Llegar a la gran sala era formar parte de un mundo mágico, virtual, el único posible mientras duraba la clase. Chejov, omnipresente en todo taller de teatro, nos prestaba sus textos, también Sófocles, Molière, Albee y Tennessee Williams. Después de un proceso de exploración y ubicación en tiempo y espacio, del brazo de Miss Stella, un alumno se desplazaba por el salón, conversando con ella sobre cualquier tema, pero tratando de utilizar el habla que se suponía propia de los protagonistas. “¡Siéntese, descarado, rugía de pronto la Adler, ¡Ud. es un ignorante. No tiene mística, ¿ para que viene aquí? La próxima clase deberá saber de memoria todo el texto del Tío Vania, investigar cómo caminaría, cómo se movería y cuáles serían sus temas de conversación más frecuentes!”. Colapso del alumno que se iba disolviendo en su asiento hasta desaparecer.
Entonces Miss Adler buscaba con la vista otra víctima propiciatoria; el silencio era total, yo sentía la ambivalencia entre arrojarme al escenario y pasar desapercibida.
Casi siempre, elegía no esconderme y ponerme en disposición a jugar . Stella me señalaba con un movimiento de ojos un lugar junto a ella y yo bajaba las gradas hasta
ponerme a su lado, ya con cierta actitud. ¡Qué miedo y qué felicidad!
(Debo decir, sin falsa modestia, que en el grupo de actuación al que pertenecía, yo era una de las pocas jóvenes que tenía conocimiento de autores de obras de teatro, de historia, de literatura en otros idiomas y respondía, casi sin pensarlo, a los estímulos que se presentaban en las improvisaciones ad hoc).
Ella me tomaba del brazo y comenzaba un diálogo que se relacionaba, de alguna manera, con la obra de teatro propuesta para trabajar en esa clase. Entonces yo, que casi siempre elegía personajes de buen porte, caminaba muy erguida con “mi amiga”, paseábamos por un parque y hablábamos del valor moral de la belleza para Aristóteles, de Santo Tomás y de lo que viniera a cuento. Admirábamos la belleza de los jardines y proseguíamos un largo rato hasta que ella daba por terminado el ejercicio.
“-Así ¿ven? ¡Así deben hacerlo! ¡Lean, apaguen los televisores y lean, cultívense! ¡Esto no es Hollywood, aquí no se viene a triunfar, aquí vienen a formarse como personas y a aprender a ser un transporte para la palabra de los grandes! ¡Mística, señores, grandeza, señores, dejen sus pobres cabecitas afuera!.”
Cuando la clase terminaba, el ritual de la llegada se repetía y, nuevamente, nos poníamos todos de pie, aplaudiendo hasta que Miss Adler desaparecía por una puerta del salón.
En fin, el mensaje de Stella no estaba mal, pero había tanta agresión y desprecio en sus palabras que, finalmente, terminó por cansarme el ejercicio de egolatría que ella repetía en cada clase. Así es que pasé a formar parte del grupo de alumnos de Lee Strasberg, muerto ya, pero aún presente desde una pantalla proyectora gigante expuesta en su estudio. La virtualidad ahora era aún mayor que en las clases de Stella Adler, lo cual superó mi vocación actoral, por lo que en pocas semanas me inscribí, esta vez, en el taller teatral de Sonia Moore. Allí comencé a practicar esgrima y a tomar litros de jugos de naranja que Sonia exprimía personalmente mientras reinterpretaba a Stanislawski, argumentando que ella era su única alumna viviente, que Stella Adler jamás había estudiado con él y que…, otro día les cuento.
No soy actriz, no siento nostalgias por la actuación, pero jugar a ser otro, a vivir otras vidas, es una experiencia por la que todos deberíamos pasar alguna vez.
http://www.youtube.com/wat
Algunos alumnos que se formaron con Stella Adler: Marlon Brando, Robert DeNiro, Salma Hayek, Benicio Del Toro.
1 comentario:
Je,je,como si te estuvuiera viendo.
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